Desde la rayuela

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Pasó por debajo de los pocos piolines sobrevivientes y corrió la falleba. Antes de volverse a la ventana metió la cara en el agua del lavatorio y bebió como un animal, tragando y lamiendo y resoplando. Abajo se oían las órdenes de Remorino que mandaba a los enfermos a sus cuartos. Cuando volvió a asomarse, fresco y tranquilo, vio que Traveler estaba al lado de Talita y que le había pasado el brazo por la cintura. Después de lo que acababa de hacer Traveler, todo era como un maravilloso sentimiento de conciliación y no se podía violar esa armonía insensata pero vívida y presente, ya no se la podía falsear, en el fondo Traveler era lo que él hubiera debido ser con un poco menos de maldita imaginación, era el hombre del territorio, el incurable error de la especie descaminada, pero cuánta hermosura en el error y en los cinco mil años de territorio falso y precario, cuánta hermosura en esos ojos que se habían llenado de lágrimas y en esa voz que le había aconsejado: «Metele la falleba, no les tengo mucha confianza», cuánto amor en ese brazo que apretaba la cintura de una mujer. «A lo mejor», pensó Oliveira mientras respondía a los gestos amistosos del doctor Ovejero y de Ferraguto (un poco menos amistoso), «la única manera posible de escapar del territorio era metiéndose en él hasta las cachas». Sabía que apenas insinuara eso (una vez más, eso) iba a entrever la imagen de un hombre llevando del brazo a una vieja por unas calles lluviosas y heladas. «Andá a saber», se dijo. «Andá a saber si no me habré quedado al borde, y a lo mejor había un pasaje. Manú lo hubiera encontrado, seguro, pero lo idiota es que Manú no lo buscará nunca y yo, en cambio…»

— Che Oliveira, ¿por qué no baja a tomar café? —proponía Ferraguto con visible desagrado de Ovejero—. Ya ganó la apuesta, ¿no le parece? Mírela a la Cuca, está más inquieta…

— No se aflija, señora —dijo Oliveira—. Usted, con su experiencia del circo, no se me va a achicar por pavadas.

— Ay, Oliveira, usted y Traveler son terribles —dijo la Cuca—. ¿Por qué no hace como dice mi esposo? Justamente yo pensaba que tomáramos café todos juntos.

— Si, che, vaya bajando —dijo Ovejero como casualmente —. Me gustaría consultarle un par de cosas sobre unos libros en francés.

— De aquí se oye muy bien —dijo Oliveira—.

— Está bien, viejo —dijo Ovejero—. Usted baje cuando quiera, nosotros nos vamos a desayunar.

— Con medialunas fresquitas —dijo la Cuca—. ¿Vamos a preparar café, Talita?

— No sea idiota —dijo Talita, y en el silencio extraordinario que siguió a su admonición, el encuentro de las miradas de Traveler y Oliveira fue como si dos pájaros chocaran en pleno vuelo y cayeran enredados en la casilla nueve, o por lo menos así lo disfrutaron los interesados. A todo esto la Cuca y Ferraguto respiraban agitadamente, y al final la Cuca abrió la boca para chillar: «¿Pero qué significa esa insolencia?», mientras Ferraguto sacaba pecho y miraba de arriba abajo a Traveler que a su vez miraba a su mujer con una mezcla de admiración y censura, hasta que Ovejero encontró la salida científica apropiada y dijo secamente: «Histeria matinensis yugolata, entremos que le voy a dar unos comprimidos», a tiempo que el 18, violando las órdenes de Remorino, salía al patio para anunciar que la 31 estaba descompuesta y que llamaban por teléfono de Mar del Plata. Su expulsión violenta a cargo de Remorino ayudó a que los administradores y Ovejero evacuaran el patio sin excesiva pérdida de prestigio.

— Ay, ay, ay —dijo Oliveira, balanceándose en la ventana—, y yo que creía que las farmacéuticas eran tan educadas.

— ¿Vos te das cuenta? —dijo Traveler—. Estuvo gloriosa.

— Se sacrificó por mí —dijo Oliveira—. La otra no se lo va a perdonar ni en el lecho de muerte.

— Para lo que me importa —dijo Talita—. «Con medialunas fresquitas», date cuenta un poco.

— ¿Y Ovejero, entonces? —dijo Traveler—. ¡Libros en francés! Che, pero lo único que faltaba era que te quisieran tentar con una banana. Me asombra que no los hayas mandado al cuerno.

Era así, la armonía duraba increíblemente, no había palabras para contestar a la bondad de esos dos ahí abajo, mirándolo y hablándole desde la rayuela, porque Talita estaba parada sin darse cuenta en la casilla tres, y Traveler tenía un pie metido en la seis, de manera que lo único que él podía hacer era mover un poco la mano derecha en un saludo tímido y quedarse mirando a la Maga, a Manú, diciéndose que al fin y al cabo algún encuentro había, aunque no pudiera durar más que ese instante terriblemente dulce en el que lo mejor sin lugar a dudas hubiera sido inclinarse apenas hacia fuera y dejarse ir, paf se acabó.

Excerpt from ‘Rayuela’ (Hopscotch) — Novel by Julio Cortázar

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